Abro los ojos, pero no a la vez. Primero uno, el valiente, el audaz; aquel que asegura la primera mirada al mundo; el que sacrifica la visión por la certeza. Luego el apocado, el temeroso; quien tintinea entre las pestañas y se asoma difuminado ante la limitada certidumbre.
No despierto tumbado. Frente a mí se yergue un portón de caña ajada, con canaladuras que serpentean entre los herrajes, y se extienden hasta donde mis dos retinas ya despiertas alcanzan a ver. No necesito palpar la madera para sentirla añeja; vibra con la ausencia de viento y avisa: “habrás de cruzar pronto, antes de que te vengas abajo”.
Desconozco que encontraré al otro lado del vórtice. Si escudriño por el ojo de la cerradura, el interior muta a cada parpadeo. Unas veces me muestra el esqueleto de una iglesia derruida, con un huerto salvaje ocupando el espacio de la nave más cercana al coro. Otras sólo expulsa haces de luz como fragmentos psicodélicos de unas tierras que todavía no he visitado. Al siguiente vistazo me enseña hileras de espejos enfrentados, cuyos ángulos consiguen que se deformen los unos a los otros. Pero entre cada pestañeo, la sombra de un guiñapo se pierde por los lacrimales. Es rápido, casi imperceptible, no podría decir que llego a verlo, pero me es imposible negar su ausencia. No me turba, pero creo conveniente poner cara de extrañeza. Al fin y al cabo es lo que se debe hacer en estos casos.

Me separo del cerrojo y alzo de nuevo la mirada. La misma infinitud sin dintel, bajo un cielo despejado, libre, y por ende, opresivo. Un vacío bajo mis pies me causaría menor desasosiego.
Las canaladuras sisean. Los herrajes imantan según qué células de mi cerebro. Siento arcadas. Dejo caer el peso sobre las manos, apoyadas sobre los laterales del umbral cerrado, intentando contener el recelo que sube por el esófago, pero se ve inútil. De mi boca brota aliento, inmensas bocanadas del más invisible aliento, en forma de decisiones amontonadas, saliendo de un recoveco oscuro del estómago.
Ese es el empujón de corriente que requiere la madera para acabar con su integridad.
Dicen que un viaje constituye el preludio de un cambio. Lo que no te cuentan es la importancia que alberga el tipo de umbral a cruzar.
Una puerta se abre y se cierra, permite el retroceso y alimenta el arrepentimiento. Una puerta es una apuesta temerosa, prudente, como el velo fibroso del gajo de un cítrico, que muestra a trasluz su semilla.
No así un vórtice: un vórtice es un portal de viaje único, que difumina y tergiversa el mundo de salida. Es el todo por el todo, o la nada por la nada. Es morir por convicciones o vivir para ellas. Un vórtice no tiene aldabón; requiere la voluntad del salto, no una llamada.
Siento una brisa al otro lado. No oigo voces; tampoco las esperaba. Por un hueco tan pequeño apenas cabe un sacrificio. Se acabaron las huestes, los aprendices o los maestros.
Me incorporo y encaro la entrada.