Tribulaciones del vórtice: Salida

Niebla en la montaña

Un paso. Un paso ha bas­ta­do para lle­gar al otro lado. Un paso que cuen­ta por mil­lones de huel­las den­tro de mi espa­cio-tiem­po.
Me enseñaron que el camino y sus trans­for­ma­ciones se apare­cen en pequeños movimien­tos, difer­en­cias ape­nas per­cep­ti­bles, como fan­tas­mas que se advierten cada vez más opa­cos, sin poder recor­dar el momen­to ante­ri­or a su exis­ten­cia. Yo, en cam­bio, he apare­ci­do en el mis­mo lugar, en otro tiem­po supues­ta­mente futuro. He nece­si­ta­do ese úni­co paso para pasar de percibir todos los fan­tas­mas, a ni siquiera acor­darme de ellos. 

      Me miro las manos. Se ven más venosas, más cál­i­das y pobladas de cal­los. No due­len. Sólo han cam­bi­a­do. Se han hecho más fuertes pre­cisa­mente por atrav­es­ar el paso. Ese umbral que me llev­a­ba fuera de casa ha tenido la cul­pa. Ya no veo los fan­tas­mas, así que tam­poco me arrepi­en­to.
      Fuera del ensimis­mamien­to de mis pal­mas, enfo­co la mira­da al sue­lo. A este otro lado no hay escali­natas ni orna­men­tos, úni­ca­mente piedra y mus­go. Tam­bién me per­ca­to por primera vez del frío. Un vien­to helador que aúl­la, pug­nan­do con­tra las rocas y los hele­chos del valle que se abre ante mí. Pequeños claros de nieve suavizan la tex­tu­ra del camino, que se mues­tra inclemente y vas­to. Una sutil nebli­na nave­ga por enci­ma del sendero; parece el amasi­jo de espec­tros descom­puestos que antes me acom­paña­ban y ya no veo: han exha­l­a­do su pro­pio peso, y aho­ra sur­can sin rum­bo, meci­dos por mi indifer­en­cia, a través del cauce seco. Todo en este nue­vo lugar parece soli­tario y sal­va­je, y con­trasta con mi esta­do de áni­mo: no estoy a sal­vo en casa, y no quiero estarlo.

      El vór­tice se ha ido. No hay por­tal a mis espal­das. Dudo de si algu­na vez lo ha habido. Donde debería estar el portón, sólo hay más camino. Ya no ten­go ningu­na prue­ba del tiem­po que me ha lle­va­do lle­gar has­ta este lugar, y no me impor­ta: lo acep­to. El vór­tice no entiende de tiem­pos. No hay indica­ti­vo, ni existe sub­jun­ción que dé cabi­da a la duda. No se per­mite el orden en un momen­to que se rige por el microse­gun­do en el que existe. No entra, por tan­to, la capaci­dad de pre­venir, ni siquiera de antic­i­par, el momen­to inmedi­ata­mente pos­te­ri­or. He asim­i­la­do lo apren­di­do, o he apren­di­do lo asim­i­la­do. Sea como fuere, ya no pien­so en el pretéri­to antes de la entra­da, o si aca­so, lo pien­so tan rápi­do que no me per­ca­to. Aho­ra me juz­go más liviano, más tenaz: más avezado. 

Niebla en la montaña

      He vis­to mi estela. He podi­do reflex­ionar en ese esta­do. He com­pren­di­do mis pecu­liari­dades y cohe­sion­a­do todas las iden­ti­dades que en mí con­viv­en. Los pen­samien­tos indi­vid­uales, aque­l­los que existían y no existían a la vez, aho­ra se her­manan; están dis­puestos para el sigu­iente paso. Este frío me adhiere y me com­pacta en mí mis­mo. Has­ta el vór­tice todo había per­maneci­do al volante, sin estar el volante conec­ta­do a ningún mecan­is­mo. Aho­ra los engrana­jes cim­bre­an de emo­ción por no cav­i­lar sobre el pasa­do, como en la doc­t­ri­na egoís­ta que ensalza com­pe­tir con­tra la propia som­bra, y con­tra ningu­na más.

      Estas son las tribu­la­ciones del vór­tice: escritas quedan, y aban­don­adas a su propia suerte las dejo; enter­radas en la nieve que se amon­tona en los valles que están por lle­gar, cada uno de ellos con sus propias entradas y salidas. 

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