¿Hasta qué punto es importante la humanidad dentro del universo? ¿En qué escala se deben medir nuestros propios conflictos políticos y sociales? En caso de contacto extraterrestre, ¿qué estrategia sería la más recomendable a la hora de proteger nuestro futuro? ¿Nos hemos parado a pensar qué destino pretendemos alcanzar?

Antes de recibir el premio Hugo 2016 gracias a la primera parte de esta trilogía (primera novela traducida que gana este galardón), Cixin Liu no era un nombre muy conocido en occidente. Al menos fuera del entorno de la literatura de ciencia ficción. Pero eso seguramente cambie con los años. El tiempo suele ser certero a la hora de poner a cada uno en el lugar que se merece, y es posible que dentro de unas décadas —si seguimos existiendo— su nombre se sitúe al lado de los grandes del género, como Isaac Asimov o Ursula K. Le Guin.
Nacido en Yangquan en 1963 y antiguo ingeniero informatico, utiliza su historia biográfica y sus excelsos conocimientos sobre ciencia para firmar una de las mejores y más trascendentales historias de ciencia ficción de la última década, adaptando toda cuestión filosófica que se le ponga por delante.
Entrar en detalles profusos sobre la trama, desvelaría importantes giros en el argumento que son construidos con infinita paciencia durante los tres libros, así que será mejor evitar cualquier referencia concreta.
La historia que dibuja el autor es muy ambiciosa. Muchísimo. En los primeros compases del libro, buscamos la ciencia ficción desenfrenada que se nos ha prometido en la faja publicitaria del tomo —auspiciado por nombres de la talla de Bill Gates o el expresidente Obama—, pero nos damos de bruces con un drama político, casi de cronista. El contexto vital del autor, la China maoísta, supone un punto de partida lento y engorroso, sobrellevado por un interés puramente histórico sobre los conflictos, benevolencias e injusticias de aquel régimen. Hasta que aparecen los verdaderos protagonistas.

Desde ese momento, Cixin, que se estaba riendo de nosotros, desplaza el foco de atención hacia menesteres más “inefables”. Su truco, el que hace grande su forma de narrar, es encerrarnos en un espacio diminuto, para liberarnos después ante preguntas que ridiculizan nuestros conflictos cotidianos.
Tremendamente filosófico, sus aspiraciones críticas se ajustan a la envergadura de sus pretensiones, y le es lamentablemente sencillo hacernos sentir culpables con nuestras cualidades “humanas”. Su habilidad para empequeñecer nuestra existencia y rebajar nuestro ego no se vale únicamente de la comparación con una escala mayor; esta capacidad suya se hace palpable hasta en las conversaciones más nimias, típicas para nosotros, y que humanizan la estupidez más rutinaria sin trucos cosmológicos. Esta característica no hubiera podido ser implementada sin unos personajes tan bien definidos y con una profundidad al nivel de sus propias ambiciones (que no son pequeñas).
Esta evolución quizás se tambalea con el avance de la historia, no por su desarrollo en sí, sino por la dificultad que entraña ligar unos sentimientos conocidos a unos hechos que escapan de lo imaginable. En cierto punto de la narración, nuestro propio sobrecogimiento se ve estimulado más por la incapacidad de asimilar ciertos acontecimientos que por la identificación con sus personajes.

La complejidad en cuanto al conocimiento técnico también se eleva exponencialmente, sobre todo entre cada volumen de la trilogía. La primera parte, El problema de los tres cuerpos, prácticamente hace las veces de introducción si la comparamos con el segundo tomo, El bosque oscuro. Pero eso en ningún momento se siente como un inconveniente: tenemos ciencia —incluso sin ficción— para rato. De hecho, no será difícil hacernos acudir a la Wikipedia para comprobar si es cierta la intrincada explicación que acabamos de leer.
Pero no sólo de ciencia ficción vive el hombre. Aquella persona que vaya buscando un aliciente metafísico para reflexionar, se llevará dosis doble. Nuestro papel en el universo, la microescala de los conflictos políticos puramente humanos, el destino como implicación vital, el tiempo como cualidad insignificante… son ejemplos de los innumerables debates internos que generará esta lectura dentro de nosotros.

Es muy difícil ilustrar todas las implicaciones de su narrativa sin destripar ningún acontecimiento de la trama, pero lo merece. La mayor de sus virtudes está en la capacidad de hacernos sentir insignificantes con cada revelación. En ningún momento nos encontramos cómodos, y ya en el tomo final de la historia, El fin de la muerte, asumimos que es imposible predecir nada y nos dejamos llevar. Decir más conllevaría estropear ciertas sorpresas o incluso la atmósfera misma de una historia tan particular. Una trilogía sin duda recomendable; los amantes de la ciencia ficción estarán encantados con este universo ficticio… por ahora.
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