La última hora del lobo

reloj

Tres vueltas de llave. Una ráfa­ga de aire estanco, celador polvorien­to y paciente, invade sus fos­as nasales y le da la bien­veni­da. La puer­ta arras­tra hacia el inte­ri­or un arco de partícu­las fos­ilizadas por el tiem­po, dejan­do el sur­co car­ac­terís­ti­co de aque­l­los umbrales que merece la pena traspasar.
      No siente frío todavía, pero no le resul­ta inac­ce­si­ble a la vista; lo ve en cada rincón, como col­ga­jos que aguardan un nue­vo inquili­no, aven­turero, al que robar­le el calor y pon­er­le a prue­ba. Y así es, de momen­to esper­an. Él los igno­ra: todavía car­ga con la arro­gan­cia del via­jero cansa­do, henchi­do de la auto­su­fi­cien­cia que regala el esfuer­zo. No los des­pre­cia, pero pre­fiere no ten­er­los en cuen­ta, así que cier­ra tras de sí, enfi­la el pasil­lo y camina. 

     Todavía como espec­ta­dor, acari­cia los cuadros en su recor­ri­do; deja su mar­ca en la oscuri­dad cómo­da, pre­ten­di­en­do ale­jar de la cabeza el moti­vo de su hos­pi­cio. Conoce a la per­fec­ción sus salas, todos los requiebros y cada des­filadero que ver­te­bra los órganos hab­it­a­bles de la mora­da. Inspec­ciona una a una las habita­ciones, imag­inán­dose dueño y señor de la aban­don­a­da hacien­da, sabién­dose ver­dadero cacique por elim­i­nación y descarte. Él tiene las llaves y el decide quién cruza la puer­ta. «Seré la últi­ma bes­tia, pero bes­tia al fin y al cabo».
      Tin­tinea una bom­bil­la, olvi­dadiza de sus fun­ciones. El señor alarga el bra­zo hacia los tocones de madera. La vivien­da fun­ciona con un cale­fac­tor mod­er­no, o al menos no tan anacróni­co, pero él pre­fiere la res­o­nan­cia del leño antes que el golpe imper­son­al y fan­tas­magóri­co del agua caliente que fluye y reb­o­ta en las tuberías. No ha venido a sopor­tar más rui­dos innece­sar­ios. Bas­tante tiene con meterse en la boca del lobo a sabiendas. 

lumbre

El fuego ale­ja los primeros col­ga­jos de fri­al­dad, y él se sien­ta. Aún se resiste a pen­sar, y se emb­o­ta con el bor­bo­teo de las lla­mas y su espec­tácu­lo, dirigi­do al úni­co asis­tente de tan desven­ci­ja­do audi­to­rio. No nece­si­ta alargar las manos: imag­i­na las lenguas de fuego escapan­do de la jaula has­ta deten­erse a esca­sos cen­tímet­ros de su cara, y esa sola idea le calienta. 

    «Fal­ta bebi­da». Idio­ta. No puede pur­garse sin bre­ba­je.
      Se lev­an­ta del sofá y recorre el laber­in­to has­ta la nev­era. «Dos cervezas», se res­igna. Agar­ra una y vuelve frente a la pan­talla de la chime­nea. Apoya el can­to de la cha­pa con­tra la mesa y gol­pea. El tapón vuela alto y cae fuera de su cam­po de visión. Seme­jante peri­cia se merece un sor­bo, así que sus­pi­ra y pro­cede.
      «Aquí estoy», se dice por si resta­ba algu­na duda. Las pal­abras mág­i­cas, oídas por nadie, comien­zan a rela­jar su mus­cu­latu­ra, descol­gan­do las fac­ciones de un ros­tro ten­so y de una mente exhaus­ta. Otro sor­bo, otro pen­samien­to que desa­ta su oxígeno y se ele­va has­ta el techo como el helio. Insiste en lib­er­ar la que­mazón de la fati­ga; aho­ra ya no se mantiene alti­vo, aho­ra empieza a sen­tir el frío. Fal­ta algo. Comien­za a sen­tirse desin­hibido. «Nece­si­to otra cerveza». 

      De vuelta por el corre­dor oscuro, tenue­mente ilu­mi­na­do por los fog­o­na­zos que se cue­lan por la puer­ta con­tigua, se detiene frente al espe­jo de la entra­da. Plan­ta­do, enseña los dientes y com­pone esa son­risa fer­oz, mis­te­riosa e impo­nente, que exige cautela. Escu­d­riña cada área de su ros­tro por sep­a­ra­do, olvidán­dose de toda holís­ti­ca. Parece más cansa­do que intim­i­dante. Se desten­sa. Hoy no es día de cer­rar las fauces en torno a una pre­sa. Hoy sólo bus­ca guare­cerse en su cue­va.
      Duerme el cazador, y otra voz se apa­ga. Toma un nue­vo sor­bo mien­tras se obser­va. Frente al gesto de can­san­cio emerge cier­ta con­scien­cia: «Alguien viene». No escucha ningún rui­do, pero despe­ja el can­da­do y abre la puerta. 

      «Oh, Aria. Entra», invi­ta a la mujer.
Pieza musi­cal crea­da para ser can­ta­da a una sola voz, acopla­da a dos voces. Ambos se miran y se sien­tan. Con­ver­san y en poco tiem­po se mul­ti­pli­ca la cerveza. Nadie fir­ma un acuer­do tác­i­to, pero las dos bes­tias olvi­dan su nat­u­raleza y en vez de des­gar­rarse, se lib­er­an. El techo se ates­ta de ide­ales y cre­dos, que flotan libres de sus anclas. Cada cier­to tiem­po, las lla­mas ilu­mi­nan uno de los ros­tros, ensom­bre­cien­do al otro, como jue­ces que alter­nan el turno de pal­abra. La are­na fluye, y el ani­mal se rela­ja. Aho­ra hay hue­co para el miedo, y para cualquier otro sen­timien­to que se tope con la bar­rera abierta. 

hora-oscura

      La casa lo sabe, y ade­lan­ta el reloj has­ta las 2 de la madru­ga­da. La hora del lobo: «Cuan­do suce­den más muertes y nacimien­tos. Cuan­do las pesadil­las nos acechan, y si esta­mos despier­tos, ten­emos miedo», como decía Bergman.
      Hace tiem­po que las voces callan; aho­ra se mantienen absortas frente a las imá­genes que proyec­ta el fuego, aten­tos a cualquier énfa­sis que pue­da pon­er este frente al silen­cioso eco de la casa.
      Los pela­jes se calien­tan en com­pañía; las fauces están abier­tas, no por ham­bre, sino por estu­por. El fuego cuen­ta cosas en blan­co y negro, his­to­rias que de haber escucha­do con la son­risa forza­da no hubier­an enseña­do nada. El nue­vo cacique no lo sabe, pero aho­ra sí, la mora­da le pertenece. Aho­ra, y no antes, la oscuri­dad cómo­da le acep­ta y le enseña a con­vivir con su propia som­bra, y con la de su extraña pare­ja. Aho­ra, y no después, el miedo le des­cansa.
      El últi­mo tocón se con­sume, y ter­mi­na la pelícu­la. Sólo rematan las brasas alum­bran­do su sem­blante. «Sin pal­abras», expre­sa. No hay voz que con­teste. Bus­ca a su cóm­plice con la mira­da, pero no encuen­tra ras­tro de sus ojos mar­rón madera. Sola­mente pre­siente un hue­co, donde el eco resue­na con total claridad. 

      Vuelve al espe­jo, esta vez pro­vis­to de una cer­il­la que suplante a la extin­ta lum­bre. Obser­va su ros­tro de bes­tia rela­ja­da, alin­ea sus pupi­las con las que se refle­jan en la super­fi­cie, y mur­mul­la miran­do a cámara: «Dicen que quienes con­viv­en jun­tos el tiem­po sufi­ciente, aca­ban por mime­ti­zarse, inclu­so físi­ca­mente».
      El ardor de la lla­ma impreg­na las yemas de sus dedos, y antes de quedarse com­ple­ta­mente a oscuras, retro­cede hacia sus ojos de bes­tia y susurra: «Qué mejor man­era de pare­cerse a uno mis­mo que pasan­do el tiem­po nece­sario a solas». 

     La casa sin luz mez­cla sus vapores de frío y calor, y res­pi­ra. Un aulli­do se cuela por la puer­ta abier­ta, y el nue­vo señor de la ceniza se escurre en la negru­ra para colo­car el can­da­do. Cal­ma­do, enseña los dientes y vuelve por el corre­dor para fundirse con su cue­va, sin pro­ducir rui­do alguno al caminar. 

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