Hay ciertas noches en las que por una razón o por otra, no soy capaz de dormirme. En esos momentos me gusta imaginar qué haría si tuviera ciertos poderes. Al contrario de lo que puedas imaginar, no me interesa mucho colarme en según qué sitios para conseguir esto o aquello gratis; sería demasiado fácil y muy poco estimulante. Lo verdaderamente divertido es aparecerse ante esas personas que necesitan dejar de mirarse el ombligo un rato, y fantasear con las distintas maneras de enseñarles el por qué en realidad no son más que una mota de polvo en el universo.
No tenemos mucho tiempo para dedicar a comprender las posturas alternativas. En cuanto sale un individuo por las noticias hablando sobre las cualidades de vivir forma sostenible o autogestionada, no son pocas las voces que claman al «sentido común» y le tachan de cochambroso o de vago.
Lo demás es raro. Nosotros no somos los enfermos. Nosotros estamos adaptados. Adaptados, ¿a qué? Como si la adaptación fuera sinónimo de saludable o respetuoso, o incluso de sagrado. Seguramente, un tío que rehúse de aprender a poner la lavadora y gaste su buena gasolina para acudir a un centro comercial y comprar unos gayumbos limpios, se considere adaptado. Y apostaría lo que fuera a que ese mismo individuo es de los que denominan vagos y cerdos a los que se preocupan por el estado del planeta.
Todo esto me recuerda a un documental sobre Trump que visioné no hace mucho. El hombre es un vergel de anécdotas vergonzosas. Cualquier psicólogo se pelearía por tener una mente como la suya entre la lista de pacientes. Ese hombre con trastorno narcisista de la personalidad, es el cabeza de cartel del festival de países más notorio del planeta. No sería algo preocupante si se tratara de un caso aislado, auspiciado por un brote espontáneo de estupidez nacional, pero nada más lejos de la realidad. Ese señor multimillonario que duerme sobre una góndola de oro y ejerce su poder sobre las mujeres de forma abierta —o por lo menos no muy oculta—, es el ejemplo paradigmático del triunfo. Cualquiera que no pretenda parecer explícitamente gilipollas te dirá que no, «que lo de tratar así a las mujeres está mal, y tal», pero no habra mucha diferencia en su forma de ver la vida como una pretensión de poder que te desligue de obligaciones morales, cívicas y éticas. Conozco a más de una decena de personas que aceptaría un pacto con el diablo para conseguir dinero y fama a cambio de matar a un pobre anónimo, y así poder seguir siendo un cretino sin la necesidad de desmentirlo. Ese ansia de posesión material y la creencia que le acompaña de que el dinero está por encima de todo, también es síntoma de un desequilibrio mental.

Me voy por las ramas. Insomnio. Fantasía. Superpoderes. Visitar a esos tipos. Sigo.
¿Qué haríamos si nos visitara una especie extraterrestre? Aparte de colgar banderas terrícolas en el balcón para demostrar lo terrícolas que somos dentro de la Tierra, digo. Probablemente, para alentar el espíritu de defensa de las masas, se argumentarían tales cosas como: «Vienen a destruir nuestro planeta». Con cierta suerte de cara a la comedia, Trump diría algo así, después de haber reiterado por activa y por pasiva «que eso del cambio climático es una soberana tontería». No tardarían en sumarse a la vanguardia los «puristas de la Pachamama» que hasta hace dos días pensaban que utilizar productos reutilizables era de «comunistas y perroflautas».
Pero tampoco quiero pecar de cínico y comparar a potenciales invasores extraterrestres con gente que huye de países en guerra, y que tiene problemas más grandes que un retraso tercermundista del envío de Amazon. Luego que si la abuela fuma.
Vivimos muy bien centrados en nuestros ombligos. Por lo menos nos distrae de comernos la cabeza con problemas existenciales mucho más difíciles de afrontar. Es posible que no tuviera la necesidad de enviar un fantasma de Navidad a ese tipo de sujetos si por lo menos fueran conscientes de que su realidad está sujeta a fuerzas poderosamente más trascendentales que su insignificante gravedad, de que su ego desproporcionado es literalmente invisible en la escala del universo.
Puede que necesitemos la intervención ajena, la de una inteligencia superior, para hacernos comprender lo irresponsable de nuestra conducta consumista. Alguien que nos haga ver la hipocresía que encierra calificar como parásitos a aquellos menos pudientes que sobreviven día a día, mientras nosotros derrochamos sin ningún tipo de límite, sólo para seguir consumiendo. Al fin y al cabo, un parásito es aquel ser que para existir debe hacerlo a costa de otros, que no es autosuficiente y no sabe valerse por sí mismo, y necesita de esclavos a los que controla para no morir de inanición (o no quedarse sin ropa limpia).
Entender que no somos más que unas cuantas motas de polvo en el universo proporciona la humildad necesaria para no creerse el rey de nada, y por supuesto, predispone a colaborar un poco más.