¿Cuándo fue la última vez que sentiste miedo? Y no me refiero al miedo físico, palpable; aquel que se exuda cada vez que pasamos por calles desconocidas, cerca de individuos que no inspiran demasiada confianza. No, me refiero al miedo metafísico, a la incertidumbre de caminos o a los posos de arrepentimiento que, cual corriente divergente, te arrastran por una vía de la que jamás vas a poder redimirte. Piensa, ¿has tenido últimamente tiempo de tener miedo?
Tengo la percepción de que hemos perdido esa habilidad. La capacidad de sentir un miedo reconstituyente, más ligado a lo temporal que a la dimensión espacial. Esa aprensión, al contrario de lo que podamos pensar en un primer momento, nos es tremendamente útil: nos permite reconsiderar nuestros pasos y decisiones, sopesando varias alternativas, dándonos tiempo para escoger la que creamos más adecuada.
El miedo es una emoción innata en nuestra constructividad como seres biológicos y sociales. Sin él, probablemente no existiría especie alguna; nos entregaríamos a cualquier obstáculo o amenaza sin considerar las posibilidades de supervivencia. En el caso de ser tremendamente habilidosos en la superación de dificultades, nos convertiríamos en seres insaciables, asimilando cualquier cosa que osara ponerse por delante. El miedo es esa frontera que media entre lo real y lo posible, los límites que nos mantienen con vida y que impiden un crecimiento desorbitado fuera de nuestro control.
Hay quien puede pensar que no se debe poner ningún límite al desarrollo técnico —por poner un ejemplo—, o que las fronteras de lo permitido deben ser impuestas por la fuerza (normalmente acompañadas de conservadurismo intelectual). Es difícil dibujar los márgenes sin caer en el dogma o en la irresponsabilidad, y sino que se lo digan al bueno de Victor Frankenstein.

Con frecuencia, la delimitación exagerada viene implantada por creencias religiosas y/o anticuadas, sin ninguna base científica o filosófica más allá del miedo totalitarista que produce la diferencia, las costumbres ajenas o incluso la superstición. En el otro extremo, sacar las puertas de sus goznes y dejar vía libre a cualquier experimento, sin ningún tipo de control, puede resultar fatal. Al fin y al cabo, los tumores no son más que un aumento descontrolado de un grupo de células —por poner otro ejemplo.
Enlazando esto con el tema principal: actualmente vivimos fuera de esos límites. No sólo existen parcelas de la sociedad que se aferran a miedos conservadores del pasado, a todas luces anacrónicos en nuestro techo de desarrollo intelectual, sino que también convive ese antropocentrismo en el que las potencias que controlan el cotarro, en un delirio deificado, son capaces de explotar cada avance tecnológico sin utilidad beneficiosa ni control, para conseguir el máximo provecho a costa de los —evidentes— perjuicios.
Ya no hay miedo, y la ausencia de ese temblor interior, metafísico —ese remordimiento ético y moral—, nos impide considerar nuestro destino y la utilidad de nuestras acciones. Hemos alcanzado quizás un perfeccionamiento técnico demasiado elevado para que nuestro nivel de responsabilidad sea capaz de controlarlo, como un tumor que se expande inexorable a costa del deterioro global —y en última instancia, definitivo— de su huésped. No creo que sea necesario extrapolar la analogía a nosotros como células y a la Tierra como anfitrión mórbido.
Hasta ahora, la selección natural ha actuado no ateniéndose a más legitimidad que la del oportunismo, pero los criterios humanos se guían por principios ideológicos que persiguen fines cambiantes, que, a la luz de la Historia, no siempre han sido acertados y, en muchos casos, han tenido consecuencias catastróficas.
Frankenstein se lamentaba, más que de su creación, del ansia irracional y egocéntrica por conseguir un objetivo inconmensurable, que le impidió considerar las consecuencias de sus aspiraciones.
Respecto a nuestros problemas, no sé cuál es la solución, pero yo tengo miedo, y eso me permite pararme a pensar qué camino escoger para intentar arreglarlo.
Parémonos a tener miedo.