No tan explorador nato como pensaba. Ni con tanto aguante. Ni tan valiente como para sobrepasar el miedo a la nada, cada noche, cada vez que cojo lo que puedo como almohada.
No tan hecho a los cambios bruscos de tiempo, a la humedad perpetua y al calor sofocante de la vida. No tan tan como yo me consideraba.
Vuelta de esa cosa, de esa mole nevada, del tema eterno. Que debió ser una montaña, o al menos es lo que yo pretendía encontrar. Pero escogí la salida que no era, y acabó dentro de mí mismo, en un circuito cerrado como un toroide negro, que más tenía de jungla que de bosque.
Me cambió la actitud, y actué tan rápido sobre mis esquemas que si me miro por el cogote no sé si he huido rápido o me he confabulado contra el mundo demasiado lento.
Y yo ahí no peleo. No me apetece. Qué pereza. Yo ahí miro los ojos que borbotean tras los párpados, e intento descifrar si lloran por risa, dolor o placer, o es que tan solo es llanto, ese que mana cuando se te mete un poco de vida en el ojo. Y tan tuerto que eres capaz de aceptarte con tal de observar un poco más la silueta que a otros les han vedado.
Y ay Dios como parpadees de más en la jungla, que se te comen las alimañas, que son los miedos y que no dan tregua ni al más santo; porque nunca puede uno ser tan raudo como para dejarlos atrás, que como el horizonte igual, nunca te abandonan; que como el vértigo tal cual, los miedos te hacen decidir en una fracción de segundo. Y ay de ti como no decidas, como no quieras, como no tengas tiempo para amarte a ti o al otro. Ay de ti como no tengas brújula para hallar un sentido, que en ese punto, por más dirección que emprendas, no hay mapa de la jungla que te vaya a colocar.
Yo por eso prefiero el campo, y las cabras, que son seres divinos y honestos, pues siempre van de frente y cogen carrerilla, aunque sea contra un cielo de hormigón. Y que si se asustan no se andan con rodeos ni parpadeos; se estiran quietas sobre el plano, lateralizadas, y caen con sus huesos a la tierra, porque si no pueden esquivar la bala, saben que es mejor tumbarse a descansar. Porque se dicen a sí mismas “que quién va a querer atacar una cabra muerta, si no tiene ninguna gracia”.
…
Qué pereza querer todo. Qué pereza no entregarse a un querer mayor.
Yo me imagino ese donut negro como una sala circular, iluminada únicamente por un flexo tenue, titilante, con luz de circunstancias. Imagino el flexo como un duelo del mismo duelo, sin atisbo de solución. Imagino esa luz sobre el brazo que escribe, el lado menos óptimo, sombreando el papel, dibujando a ciegas, y entorpeciendo los quereres y los odiares.
Imagino esa sombra como el desconocimiento de lo conocido, como la duda sobre el amanecer, que es cuando supuestamente se revela todo de nuevo.
Y yo no quiero eso.
Porque caben en la casa con huerto todo tipo de árboles frutales; tanto el fruto del tiempo propio, de madera disciplinada, resistente al frío, como el derecho de entrelazar los sueños hasta que las pieles se ericen juntas por la caída del siguiente ocaso.
Pero vete a saber… vete a saber con cuántas ventanas he de contar, por aquella cosa de que no se escape el calor y que la legislación encaje al gusto. Si acaso dos chimeneas porque me pesa el humo, porque a veces congela el frío, cuando se junta con la noche de la jungla, con todos esos sonidos que no se sabe muy bien con qué potestad los lanzan, o qué son; que tendrán su explicación racional, pero que sin el gálibo de un camino sólo contribuyen a aumentar la sensación de desamparo. Que si no hablo el idioma de los animales, yo me siento igualmente abandonado.
Que para qué negar el calor en el pecho cuando no se puede hacer otra cosa que recordar el último beso sincero. Ese es el “y luego qué” final. Ese sí hay que hacer por buscarlo.
Yo quiero ir a mi campo, en el valle, a mi casa con vistas al todo y a la nada.
Quiero confiar en que podré seguir confiando, a las puertas de castaño sin cerrojo. Al cuidado. Que entre quien huya de la jungla.
{Miento cuando digo que te miento (periódico)}, dice la canción.